LOS GRAN DIABLOS DE SANTIAGO DE VERAGUAS

Por José Luis Rodríguez Vélez (*)

La fiesta de los Gran Diablos se celebraba hasta hace unos cuarenta años [nota: este artículo es de principios de la década de 1970] en Santiago, capital de la provincia de Veraguas. Los Gran Diablos se presentaban generalmente en el Corpus Christi y en algunas ocasiones como parte de las fiestas patronales del 24 de julio, fiesta del Santo Patrón Santiago Apóstol o para las conmemoraciones patrióticas del Tres de Noviembre. Casi siempre los encargados de organizar y presentar la danza eran gente del pueblo, de las clases populares. Sin embargo, aunque muy ocasionalmente, también formaban parte del grupo algunos de los “ñopos” de la calle segunda. El grupo estaba formado por doce diablicos, cuyas figuras principales por orden de jerarquía eran el Diablo Mayor, el Capitán, el Apuntador, el Jorasquín del Monte, el Mono, el Gallote, el Puerco, el Torito, las tres Diablas, que eran las mujeres de los tres diablos principales, y algunos otros diablos menores. Cada uno de ellos representaba un papel determinado de acuerdo con el animal señalado, todos ellos propios de nuestro ambiente panameño.

La representación
El acto se presentaba en La Placita, como aún se llama a una pequeña plaza central en Santiago. Está ubicada frente al edificio donde hoy está la Biblioteca Pública Julio J. Fábrega, encerrada por un círculo de edificios dedicados a actividades comerciales que constituían el escenario perfecto para la representación. En esa misma Placita se realizaban las corridas de toro para las Fiestas Patronales y para las Fiestas del Tres de Noviembre.

En la madrugada del día de la representación, los diablos se concentraban en una casa que representaba El Infierno y de allí hacían sus salidas siguiendo un orden determinado y en horas precisamente señaladas. El que primero hacía su aparición era El Apuntador que salía exactamente a las siete de la mañana y que después de realizar su danza se dirigía a una mesa previamente colocada en donde estaban preparados los útiles necesarios para su labor de apuntar o anotar los nombre y los títulos de los diablos a medida que éstos iban saliendo, de uno en uno, y cada uno con una danza de especial coreografía, procedentes de los antros del Infierno. El Apuntador era el que después de realizada una serie de experimentos con espejos, sextantes y otros aparatos que dirigía hacia el sol y hacia diferentes puntos del cielo, indicaba el momento para la salida de cada uno de los diablos. Todo se realizaba en forma calculada para que la salida del Diablo Mayor se produjera a las doce en punto del día.

Salen los diablos
Después del Apuntador salía el Mono. La salida de este diablo era esperada con gran interés por la muchachada porque inmediatamente el mono iniciaba sus cabriolas en las ramas de un árbol que estaba sembrado en el centro de La Placita especialmente para ese objeto. Seguidamente salía el Gallote que se dirigía inmediatamente hacia el Mercado Público, cercano a La Placita, para tratar de llevarse las “varas” de tasajo de carne, una de las formas en que se vendía la carne en aquella época. Así, en sucesión, iban saliendo los demás diablos y diablas siguiendo siempre el orden establecido.

Causaba sensación la salida del Jorasquín del Monte, el único entre los diablos vestimenta y máscara diferente: la máscara era una totuma con agujeros para la vista y pintada con rasgos de bruja. Recordemos que, según la leyenda, la Tulivieja tenía en lugar de rostro una totuma agujereada. El vestido del Jorasquín del Monte estaba confeccionado con hojas o hierbas a semejanza del usado en ciertas tribus africanas.

El Jorasquín del Monte era el diablo más temido por la chiquillería. Complementaba su vestimenta, además de la máscara de totuma y del traje de hojas y hierbas, con largas uñas de lata puntiagudas y afiladas que entrechocaba continuamente para producir un ruido impresionante. Los muchachos se asustaban al verlo o fingían que se asustaban pues el Jorasquín del Monte los perseguía para evitar que se acercaran a estorbar el baile de los diablicos. El Jorasquín era tan temido que mucho tiempo después de las representaciones de los diablicos las madres asustaban a sus hijos para controlar sus travesuras y para que cumplieran sus tareas escolares u hogareñas, amenazándolos con la presencia del horrible diablico.

A las once de la mañana hacía su aparición el Diablo Capitán. A las doce en punto, previa comprobación de la hora exacta por el Apuntador, hacía su solemne salida el Diablo Mayor, cuya aparición constituía un gran espectáculo esperado por los espectadores tanto por la lujosa vestimenta que lucía como por la elegancia y riqueza rítmica de la danza que realizaba. Por supuesto, el Diablo Mayor era un personaje cuidadosamente seleccionado, precisamente por su habilidad en los diferentes pasos y giros de la complicada danza que le correspondía realizar y que estaba acompañada por el estallido de “moñas” de cohetes.

El Diablo Mayor
Después de realizar su baile, el Diablo Mayor subía a la torre que formaban todos los diablicos juntando las cabezas en señal de sumisión y pasando los braos sobre los hombros de sus compañeros. Sobre ellos trepaba el Diablo Mayor que desde lo alto de la torre pronunciaba un discurso adornado de bufidos y rugidos y dirigido tanto a sus súbditos como a su público. El discurso estaba compuesto en versos y en el expresaba el Gran Diablo su poderío y su grandeza.

Realizada esta impresionante ceremonia que duraba cinco horas desde la salida del primer diablo hasta el discurso luciferino, el grupo de Gran Diablos desfilaba por las calles del pueblo y hacían paradas en las casas de los amigos y admiradores de mayor importancia y categoría social y económica, en cada una de las cuales eran agasajados con viandas y tragos. En cada parada, el grupo realizaba diferentes danzas llenas de color y ricas en variados pasos. La fiesta terminaba al atardecer, aunque no era raro encontrar ya en horas de la noche algunos diablos sueltos que, bajo los efectos del licor, continuaban sus danzas solitarias en medio de la admiración y regocijo de los curiosos.

Vestidos de los diablos
El vestido más lujoso era el que utilizaba el Diablo Mayor y consistía en pantalones tipo bombachos cortos de seda negra, camisa de seda azul, chaleco negro, zapatillas de raso de color —parecidas a las que usan con la pollera—, medias largas hasta la rodilla entrelazadas con cintas de colores y grandes alas multicolores. Todo el vestido estaba adornado con pequeños cascabeles que tintineaban alegremente al bailar. Se cruzaba el pecho con una ancha faja cubierta de pequeños espejos en los que se reflejaba la luz del sol para producir destellos. Terminaba el atuendo con la máscara que era especialmente llamativa por la horrible originalidad de los rasgos, la viveza de los colores, la largura y agudeza de los cuernos y la fascinante impresión de los ojos. Detrás de la máscara, cayendo desde la nuca del personaje, colgaba una especie de moño confeccionado con un tubo cónico de cartón adornado con papeles multicolores que semejaban plumas de aves. En las manos llevaba el Diablo Mayor una especie de cetro o bastón de mando que utilizaba tanto para realizar los pasos de sus danzas, entrecruzándolo entre los dedos y haciendo juegos malabares en el aire como para dar órdenes a sus diablos subalternos y al público.

Los vestidos del Capitán y del Apuntador eran parecidos a los del Diablo Mayor, aunque más modestos y sin alas. Las tres Diablas, mujeres de los jefes, vestían polleras, pero sin tembleques porque las máscaras les impedían llevar adornos en el cabello. Los vestidos de los otros diablos eran ropa blanca corriente, pero manchados con anilina y yuquilla de variados colores, y las máscaras de cada uno de ellos eran confeccionadas de acuerdo a los rasgos característicos del animal que representaban.

Las máscaras
Las máscaras, que representaban cabezas de animales, eran verdaderas obras de arte. Mi padre, que era el encargado de confeccionarlas, usaba un barro especial de color negruzco o gris oscuro que no se desmoronaba cuando se secaba y que se conseguía en un lugar de las afueras de la ciudad denominado El Barrero, que hoy está completamente urbanizado. Mi padre, con habilidad artística, daba formas al barro de acuerdo con el diablo o animal cuya cabeza debía representar. Cuando los moldes escultóricos estaban secos, eran cubiertos con una capa de parafina o sebo de vaca para evitar que se pegara el papel de periódicos que habría de cubrirlos para formar la máscara.

El papel se iba colocando en forma de tiras engomadas, unas sobre otras, hasta darle a la cubierta el espesor necesario que sería equivalente al espesor del cartón grueso, pero no excesivamente porque la máscara no podía resultar muy pesada. Terminada la cobertura de papel, se ponía a secar al sol junto con el molde de barro del interior. Cuando el sol completaba su tarea, el barro seco se contraía y se desprendía fácilmente de la cubierta de papel.

Ya desprendida lo que sería propiamente la máscara, mi padre procedía a la decoración. Utilizaba pintura de colores llamativos, vivos, brillantes, especialmente diversas tonalidades de rojo, amarillo, verde, negro y azul. El resultado final era una verdadera obra de arte escultórico y pictórico.

La danza y la música
La danza de los Gran Diablos consistía básicamente de tres movimientos que se realizaban de acuerdo con la música, que también incluía tres partes. El primer paso consistía en una serie de vueltas en círculos concéntricos. El segundo paso era una serie de saltos que requería una gran agilidad de piernas, porque se sincronizaba el cruzamiento entre las piernas de un bastoncillo hecho de matillo y adornado con papel de colores que, generalmente, incluía algunos cohetes. El tercer paso era un escobillado rápido de los pies en armónica conjunción con las notas musicales, especialmente de la caja. El Diablo Mayor era siempre el mejor bailarín del grupo y por eso constituía todo un espectáculo cuando los diablicos hacían dos filas para que pasara bailando entre ellos.

La orquesta consistía en un rabel, una mejoranera y una caja pequeña. La salida de cada diablo se realizaba al compás de la música de esa orquesta y lo mismo cuando el grupo paseaba por las calles de la ciudad realizaba alguna de sus paradas.

Reitero que la música se dividía en tres partes o movimientos a los que el diablo bailador debía ajustar los pasos de su danza. Aún viene a mi mente los nombres de los grandes bailadores y Diablos Mayores como Ramón Adames, Pablo González y Alberto Jaramillo, cuya apostura y vistosidad de bailes fueron la admiración de varias generaciones de santiagueños que todavía recordamos nostálgicamente a un Santiago que se fue hace muchos años.

Como se puede observar a través de este bosquejo que, seguramente, peca por algunos detalles que se me pueden haber olvidado, había muchas diferencias entre los Gran Diablo de Santiago, en sus danzas, vestidos, música y orquesta con los otros diablos, diablicos o Gran Diablos de otras regiones del Panamá.


(*) José Luis Rodríguez Vélez (Santiago de Veraguas, 1915 – Panamá, 1984), compositor, director de orquesta y educador veragüense. Autor de docenas de cumbias, boleros, danzas, pasillos, valses, marchas e himnos de colegios e instituciones. Fundador y director de la orquesta "El Patio" y de varias bandas, orquestas, coros y agrupaciones musicales en su natal Santiago y en Soná. Como intérprete, se destacó en el saxofón, el clarinete y la guitarra. Profesor de música, organizador de festivales musicales y encuentros de bandas y coros. Fue declarado Hijo Meritorio del Distrito de Santiago en 1966. El Gobierno de Panamá le otorgó la Condecoración "Manuel José Hurtado" en 1975 por su labor educativa.